Tanto tiempo llevaba con los ojos cerrados, que parecía haberme olvidado de algo tan imposible de olvidar como es la involuntariedad del parpadeo.
Ya harto de ese presente, con una ayuda tan inconfesable como vergonzosa, he roto la celda de las pestañas y he inundado la totalidad de mis pupilas con la perfección, maravillosamente versada por Jorge Guillén en un poema cuyo título es justamente ése: la perfección. Con los ojos abiertos, de nuevo me he encontrado borracho de ceguera, una ceguera que, de repente, se ha vuelto roja. Luego, en ese mirar menstruado, han ido dándose blancas intermitencias que de ir y venir me han parecido asquerosamente ofensivas, como putas que vienen y van en un burdel salpicadas por su faenar.
El sol nacido de mis ojos, ha sido puesto en el cielo paseando por una pasarela de formas cóncavas y convexas, de curvas y labios violados por la insistencia del silencio. Ahora es como un chiquillo que, en su intento de aprender el truco del tragafuegos, ha sido tragado por las llamas y pasta maldito entre el azul infinito y sus ovejas fantasmas. Todo un mareo.
En esa flamígera debilidad de los aires más lejanos, allí donde el espacio hace posible el matrimonio entre la enormidad y el absurdo, lo último ha sido lanzar la alucinación al centro del nuevo astro.
La alucinación es un fragmento de esperanza: muere parte de aquel viejo mirar.
F.J.G.G.
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